Una ventana a la violencia: mujeres indígenas presas
Por Susana Paz
México DF. 5 de marzo de 2015 (Agencia Informativa Conacyt).- Honoria Morelos vivía en la montaña de Guerrero, se hacía cargo de sus nietos porque sus hijos habían migrado. Cuando uno de ellos se enfermó, salió por primera vez a la Ciudad de México a buscarlos porque no tenía dinero para los medicamentos. En el camino, un retén militar detuvo el autobús; en la revisión encontraron droga y alguien dijo que era de Honoria Morelos, una señora de 63 años de origen náhuatl, que no hablaba bien el español.
“Cuando llegué a trabajar a la cárcel ella tenía siete años recluida. No sabía qué había pasado con sus nietos que había encargado con una vecina. Aprendió español, pero también desarrolló una úlcera gástrica por el estrés y estaba mal de salud. Logramos que se revisara su expediente y la pusieron en libertad; después de siete años le dijeron: ‘perdón, nos equivocamos’. A los seis meses de estar libre, murió a causa de la úlcera y no pudo regresar jamás a la montaña”, comentó la investigadora Rosalva Aída Hernández Castillo, profesora investigadora en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), que forma parte del Sistema de Centros Públicos de Investigación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt).
Racismo estructural, criminalización de la pobreza, violación a las garantías individuales, genealogías de exclusión y violencia, son algunas de las características que definen la impartición y el acceso a la justicia de mujeres indígenas en el país, según los resultados del proyecto a cargo de la doctora Hernández Castillo.
Enmarcado en la antropología jurídica, que es el estudio de los distintos sistemas de justicia desde una perspectiva antropológica, ha realizado una investigación en la que a través del Taller Historias de Vida documentó la situación de las mujeres indígenas que están en reclusión en el Centro de Readaptación Social (Cereso) Femenil de San Miguel Puebla, y en la sección femenil del Cereso Morelos, en Atlacholoaya.
La historia de Honoria Morales es resultado del taller que Hernández Castillo realizó a partir de 2007 y que aparece en el libro Bajo la sombra del guamúchil. Historias de vida de mujeres indígenas y campesinas en prisión, publicado en 2010 junto con un documental.
“Las veinte historias de vida que registramos como parte de este proyecto no dan cuenta de trayectorias delictivas, sino de experiencias de exclusión marcadas por el racismo, el sexismo y la opresión económica que enmarcaron la serie de acontecimientos que terminó por llevarlas a prisión”, afirma la investigadora en un capítulo del libro colectivo Justicias indígenas y Estado. Violencias contemporáneas, publicado en 2013 por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y CIESAS.
Hernández Castillo es doctora en antropología por la Universidad de Stanford y en 2014 fue galardonada con la Cátedra Internacional Simón Bolívar que otorga el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Cambridge. Se trata de un reconocimiento que se entrega a escritores y académicos latinoamericanos por su trayectoria, y desde su creación en 1968 es la segunda mujer en recibirlo, después de Mercedes González de la Rocha, también investigadora del CIESAS.
“La experiencia de las mujeres indígenas presas es tal vez un espacio privilegiado para analizar las contradicciones que existen entre la retórica del reconocimiento y los espacios reales de justicia del Estado. La criminalidad se encuentra permeada por las diferencias étnicas y de género”, afirmó la experta.
La raíz de la búsqueda
Su estudio surge en el marco de un proyecto financiado por el Conacyt denominado Globalización, justicia y derechos desde una perspectiva de género y poder, coordinado en conjunto con la doctora María Teresa Sierra, ambas investigadoras del CIESAS.
Este proyecto inicialmente tenía como objetivo analizar cómo las reformas multiculturales de 2002, de la Ley de Derechos y Cultura Indígena, habían impactado el acceso a la justicia para pueblos indígenas. No obstante, al encontrar una criminalización tanto de la pobreza como de la protesta social, decidieron ampliarlo y no solamente analizar el impacto de estas reformas en la justicia indígena, sino también en la justicia del estado.
“Lo que me interesaba ver era no solamente expedientes, sino la situación de las mujeres en reclusión, conocer sus historias de vida y sus trayectorias para el acceso a la justicia. Pero cuando empezamos a tocar puertas para poder entrar a hacer entrevistas en los espacios de reclusión fue muy difícil, no nos querían dar autorización”, expresó la doctora Hernández Castillo.
Esto la llevó al Cereso de Atlacholoaya, en donde Elena de Hoyos, una poeta feminista impartía un taller de narrativa y poesía llamado Mujer, escribir cambia tu vida, con quien estableció una alianza colaborativa para impartir un taller de historias de vida con las presas que ya tenían experiencia en la escritura, y quienes le propusieron hacer las historias de sus compañeras indígenas que no sabían leer ni escribir.
“Teníamos una parte de números, pero queríamos ver esas genealogías de exclusión, como les llamamos, porque la llegada a la cárcel es parte de una historia más larga, en donde ha habido muchas exclusiones”, explicó la especialista.
Este fue el inicio de un proceso de investigación muy largo que aún continúa, y en el marco del cual las internas han aprendido a elaborar sus propios libros creando la Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra, que ha publicado ya siete libros. Bajo la sombra del guamúchil está por publicarse en su segunda edición con nuevas historias de vida. La primera edición, según la especialista, fue importante para lograr la revisión de los expedientes judiciales de las mujeres indígenas presas y su posterior liberación.
Presas de la estadística
“Uno de los resultados que encontramos es que el 100 por ciento de las mujeres presas en Morelos y el 98 por ciento de las presas en Puebla, que fueron las dos cárceles que trabajamos, no contaron con traductor, no sabían que tenían derecho a un defensor de oficio y la mayoría de ellas, y es la tendencia nacional según el censo de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), están en la cárcel por lo que se ha tipificado como ‘delitos contra la salud’, que es narcomenudeo”, afirmó.
Al revisar los expedientes judiciales se dieron cuenta de que las mujeres habían sido juzgadas por delitos menores, con penalizaciones muy altas. No obstante, en algunos casos sí se trataba de las llamadas “mulas” o que estaban inmersas en el narcomenudeo, pero en otros eran mujeres como el ejemplo de la que el hijo había sembrado amapola, en Guerrero, y había llegado el ejército y encontró la siembra; el hijo no estaba y se llevaron a su mamá de 70 años que no hablaba español.
“Entonces encontramos una serie de situaciones terribles, de violación de derechos y garantías. Logramos que se revisaran expedientes y de las 13 mujeres que participaron en el primer proyecto del taller en Morelos, nueve están ahora libres. Es una cosa menor frente a la situación nacional, pero creemos que es una manera en la que la investigación concreta puede tener incidencia social”, aseveró la especialista.
Según los datos obtenidos en su estudio, de las 30 mujeres indígenas presas en los estados analizados, 24 hablan náhuatl, el idioma mayoritario entre los indígenas de ambos estados; 16 de las 30 –es decir, más de la mitad– están presas por delitos contra la salud, como está tipificada la participación en el narcomenudeo, y tienen condenas que van de los 10 a los 15 años, a pesar de que solamente tres de ellas tenían antecedentes penales y ninguna se encontraba armada o había estado involucrada en delitos violentos.
El rango de edad abarca de los 22 a los 74 años; 17 de estas mujeres son analfabetas, y de las otras, 10 tienen algún grado de estudios primarios y solamente tres tienen estudios de secundaria. Ninguna de las 30 mujeres contó con apoyo de un traductor durante su proceso judicial.
“Llama la atención que de las 30 mujeres presas en Atlacholoaya y San Miguel, siete fueron detenidas en retenes militares acusadas de transportar drogas, sin contar con un traductor que les explicara sus derechos y amedrentadas mediante el uso de la violencia”, explica la investigadora en el libro Justicias indígenas y Estado. Violencias contemporáneas.
De esta forma, los hallazgos los situaron también a nivel del aparato de justicia, en donde encontraron una serie de violaciones de garantías y penalizaciones muy altas por delitos menores.
“Una hipótesis que tengo con respecto a esta alta criminalización del narcomenudeo es que esas mujeres terminan siendo presas de la estadística. Como el estado mexicano necesita comprobar que tiene gente en la cárcel por su participación en el narcotráfico, y como meterse con los grandes capos de la droga resulta muy difícil y de un alto costo, lo que está pasando es que están metiendo a la gente que está en la parte más baja de la pirámide; de esta manera vamos a tener estadística de cientos de personas en la cárcel por su participación en el narcotráfico, pero cuando ves quiénes son, se trata de gente que cometió delitos menores”, expuso la doctora Hernández Castillo.
A su juicio, se está hablando de presas políticas, porque son presas de una política contra el narcotráfico que las coloca en una situación de vulnerabilidad muy diferente a un preso político, por ejemplo, que está en una lucha social, porque estos presos casi siempre tienen el apoyo de los organismos de derechos humanos. Sin embargo, en el caso de las mujeres indígenas que están en la cárcel por delitos contra la salud, ningún organismo de derechos humanos se quiere vincular con este tipo de presos y no les interesa defenderlas.
Una ventana a la violencia
“Al reconstruir sus historias de vida, lo que encontramos es que muchas de estas mujeres han pasado por una historia de violencia casi desde el nacimiento. Vemos que fueron golpeadas en la infancia, muchas de ellas fueron violadas sexualmente por su padre, padrastro o algún familiar. Cuando inicié estos talleres, la violencia no era el tema, era el acceso a la justicia. Pero cuando empecé a ver todas las historias llenas de violencia, empecé a decir, ¿qué es esto? Después de que son violadas por el padre o el padrastro, cuando son detenidas muchas de ellas son también violadas por las fuerzas de seguridad, entonces su vida es una historia de violencia sexual y física continua”, explicó la antropóloga.
Otro elemento que encontraron y que es un tema “delicado” para tratar desde la investigación social, según afirmó la experta, es que hay información sobre el crimen organizado, los sicarios y las cosas “terribles” que hacen, pero lo que no se ha tomado en cuenta es que muchos de estos hombres que “descabezan y matan gente”, tienen una mujer aterrorizada en casa.
“Lo que encontramos es que muchas de estas mujeres que están en la cárcel por sus vínculos con el crimen organizado fueron secuestradas o ‘levantadas’. Conocemos la historia de una mujer, en donde un hombre llega y le dice: ‘te voy a ser honesto, tengo 11 mujeres en este pueblo y con ocho de ellas tengo hijos, a cada una la quiero para una cosa distinta. Tú me gustas para madre de mis hijos, así que te vienes’. Esa mujer está pagando ahora una pena de 15 años por su vínculo con el crimen organizado; es una situación muy complicada, porque muchas no tenían posibilidad de decir que no, porque decir que no era jugarse su vida y la de su familia”, comentó.
Y afirmó que desde la investigación y desde la política pública, se ha indagado casi nada sobre la familia de esta gente: “Casi todos pensamos, por el imaginario de la televisión o el cine, estas películas como El Padrino, el gran protector que tiene a toda su familia protegida y viviendo con lujos. A lo mejor en algunos casos es así, pero en muchos otros son mujeres que se llevan a la fuerza, que las obligan a hacer cosas, con las que tienen hijos y después meten en las redes, que viven en una situación de vulnerabilidad terrible; varias dicen que están más seguras en la cárcel que afuera”.
En este sentido, la pregunta es cómo aplicar las estrategias de prevención contra la violencia doméstica cuando el golpeador es un sicario. A juicio de la investigadora, existe una situación general en la que se ha profundizado la vulnerabilidad de las mujeres rurales, y la cárcel es solamente una ventana a la situación de violencia compleja en la que viven.
La cárcel tiene color
Una de las cuestiones que ha planteado la doctora Hernández Castillo y que ha causado controversia, es la idea de que “la cárcel tiene color” debido a que las personas más vulnerables económicamente son quienes no pueden pagar el precio de la justicia en un país muy “racializado”.
“En la mayoría de los casos, no quiero decir que las cárceles estén llenas de inocentes, por supuesto hay mucha gente que delinque, pero lo que es cierto es que hay muchas irregularidades en los procesos, un alto porcentaje de gente que está en la cárcel pagando crímenes de alguien más y un altísimo porcentaje que deberían estar en la cárcel y no lo están”, afirmó la investigadora.
Lo que se tiene es un “racismo estructural” que marca a la sociedad mexicana, no solamente entendido como una postura ideológica, sino un racismo que marca las instituciones, el sistema educativo, el sistema de justicia, el sistema de salud y “que es más grave porque no solo es un prejuicio, sino que ese prejuicio se convierte en una estructura de desigualdad, y esto es muy evidente en las cárceles. Quienes tienen dinero no pisan la cárcel, a menos que tengan enemigos políticos muy fuertes”, aseveró.
Según cifras de la extinta Secretaría de Seguridad Pública (SSP), en 2009 en México existían 222 mil 123 personas detenidas en 402 centros de reclusión. De ellas, 11 mil 252, es decir cinco por ciento del total, eran mujeres; y 85 por ciento de ellas tenía hijos que dejaron fuera o que las acompañaban en prisión hasta que cumplieran seis años.
Para la especialista, si se piensa que el meter a estas mujeres a la cárcel por narcomenudeo vuelve más seguro el país, se olvidan que muchas de ellas dejan niños solos, que se convierten en presa del narcotráfico. A su consideración, se tiene que repensar la política penitenciaria, sobre todo para las mujeres que tienen hijos menores de edad.
“Una parte muy importante es hacer efectivas la herramientas legales con las que ya contamos; no se han hecho efectivas, por ejemplo, el derecho a contar con un traductor, porque no hay escuelas de traductores oficiales que puedan servir; el derecho al peritaje cultural, esas cosas están en la ley pero no se aplican”, aseguró la académica.
Y afirmó que es fundamental implementar una política penitenciaria con perspectiva de género, la cual no existe, además de que sería importante reconstruir las condiciones por las que una mujer terminó vinculada al crimen organizado, si fue secuestrada, estaba amenazada o la violentaban: “Si existiera la figura del peritaje de género, todos esos factores tendrían que ser considerados como atenuantes del delito y no lo están siendo”.
A su juicio, se tiene que pensar en el arresto domiciliario como opción para las madres: “Hay varias investigadoras que hemos venido trabajando estos temas desde hace tiempo. En CIESAS están Elena Azaola y Victoria Chenaut; en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Marisa Belausteguigoitia y Corina Giacomello; en la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (UABJO), Concepción Núñez, que trabaja específicamente con mujeres indígenas presas. Los resultados de estas investigaciones ya han sido publicados y de ahí podrían retomarse propuestas concretas para las políticas penitenciarias. Ahora estoy armando un libro con varias de ellas en donde, a partir de su investigación, se reflexionarán sugerencias concretas encaminadas a la política pública”.
Además, su solicitud para conocer el censo más reciente de la CDI está en proceso y esto permitirá tener datos más actuales de mujeres indígenas en la cárcel y que durante las administraciones anteriores se habían suspendido, lo que implica que no es posible saber cuántos indígenas se encuentran en reclusión en este momento.
“Lo que sí se ha profundizado es el contexto de violencia en el que viven muchas de estas mujeres que terminan en reclusión. Ha habido un aumento del control que tiene el crimen organizado sobre comunidades enteras, lo que ha implicado que muchas mujeres terminen enredadas en esto. No he visto un cambio en el proceso de liberación, ni en el de reconstrucción de expedientes, aunque no puedo decir más porque aún no cuento con los datos actualizados de los censos penitenciarios y sería difícil para mí hacer una comparación”, explicó.
Las historias continúan
Hace tres meses la doctora Rosalva Aída Hernández Castillo regresó de Cambridge, en donde ocupó la cátedra Simón Bolívar, que había sido otorgada a personajes como Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Pablo González Casanova.
Acerca del proyecto en la cárcel de Morelos, afirmó que este ha ido creciendo y que ahora integra a múltiples colaboradoras como Elena de Hoyos, quien fue la iniciadora; Marina Ruiz, poeta y editora; Carolina Corral, antropóloga visual que hizo su doctorado en Mánchester con una beca del Conacyt y ahora colabora como “videoasta”; y Agnés Alegría, que imparte talleres de escritura.
Además, han ampliado su trabajo no solo a mujeres indígenas, sino con todas aquellas que quieran participar. Han editado siete libros e incursionado en varias áreas como la radio, en la que ganaron en 2014 la Bienal Internacional de Radio con un programa llamado Bitácora del Destierro.
El último proyecto es reeditar el libro Bajo la sombra del guamúchil,con el apoyo del CIESAS y del Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (IWGIA, por sus siglas en inglés), en donde aparecerán nuevas historias que trabaja actualmente en el taller y que estará dedicado a la memoria de Honoria Morelos, la mujer de 70 años que ya no pudo regresar a la montaña.
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