Niños jornaleros: pobreza, desigualdad y violencia
En México, 3.2 millones de menores entre cinco y 17 años trabajan, lo que representa 11 por ciento de los 29 millones de niños que hay en el país con ese rango de edad. El sector agrícola concentra el trabajo infantil con 30 por ciento del total, según cifras del Inegi.
Desde la investigación social se presenta un panorama en el que el trabajo infantil es un fenómeno profundamente arraigado y vinculado a la desigualdad y la pobreza económica en México, pero también a los problemas de violencia, discriminación, falta de oportunidades y deserción escolar.
No obstante, también desde la academia, se perfilan iniciativas y recomendaciones al Estado Mexicano sobre los derechos de los niños y adolescentes, para reducir y erradicar el trabajo infantil; asimismo, se observa el avance de las diversas iniciativas gubernamentales que buscan revertir este fenómeno que tanto lacera a la sociedad mexicana.
Por Dalia Patiño González
Puebla, Puebla. 12 de octubre de 2018 (Agencia Informativa Conacyt).- Unos guaraches negros y desgastados calzan los pequeños pies de Alex, de tan solo ocho años. La piel está tan reseca por el contacto diario con la tierra y el sol que su color se torna grisáceo. Sus pies permanecen inmóviles y suspendidos en una banca de la estación de autobuses en Puebla, donde duerme cubierto con una cobija desde la cabeza hasta las rodillas.
Alex ha viajado toda la noche con su mamá y su hermano de seis meses, después de salir de los campos agrícolas de León, Guanajuato, donde permaneció con otras familias de jornaleros que trabajaron en la cosecha de chile de mayo a julio en este año.
Son las seis de la mañana y esperan el siguiente autobús que los lleve a Tlapa, Guerrero, para después viajar a su lugar de origen, Cochoapa, considerada una de las localidades más pobres del país, ubicada en la montaña alta de ese estado. Atrás dejaron al resto de familias jornaleras con las que trabajaron y que ahora ya están en Jalisco cumpliendo con otro periodo de cosecha.
Para la señora Carmen González, madre de Alex, no fue una buena temporada. El dinero que se supone obtendría por la recolección de chile nunca llegó a sus manos. Su marido lo cobró todo y solo le dio golpes e insultos cuando ella le pidió su pago, por eso regresa sin nada, solo con sus dos hijos.
Alex se despierta, se muestra tímido, casi no habla. Un costal por donde se escapa ropa y dos bolsas de plástico son el equipaje que intenta “cargar” o jalar, mientras su mamá lleva en brazos a Joel. En León, Alex ayudaba a sus padres en el campo, pero sobre todo cuidando a Joel, un bebé risueño que constantemente exige el pecho de su madre.
Solo ha pasado media hora desde el primer encuentro con Alex y ya se siente con más confianza, ya no esconde su mirada ni tampoco agacha la cara. Su sonrisa crece a la menor provocación y cuando ve un cartel en el que aparece un canguro como promoción para visitar un zoológico, Alex lo señala entusiasmado diciendo: “Mira ese burro”. Después, escucha atento por qué esa imagen no es el animal que supone, y vuelve a reír al imaginar que un “burro” brinque y cargue a sus crías.
Alex parece de siete años, es muy delgado y tiene el pelo negro y abundante, tanto como su energía, lo mismo arrastra el costal, que carga a su hermanito. Siempre ayuda a su mamá, nadie tiene que pedírselo. La acompaña en días de trabajo, la ayuda en la cosecha o carga al bebé. Conoce lo que se tiene que hacer en los campos agrícolas para ganar dinero, sabe lo que es estar bajo el sol intenso por varias horas, sabe cómo se cosecha el chile, el tomate y otras verduras y frutas; sabe lo que es caminar por muchas horas; sabe lo que es tener hambre y sabe lo que es la violencia.
Las cifras
Alex forma parte del porcentaje de niños que laboran en el sector agrícola, el que más concentra el trabajo infantil en México (30 por ciento del total), en una población de cinco a 17 años, de acuerdo con mediciones del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).
El organismo en su informe 2015 refiere que el segundo sector que más emplea a los menores es el minero, la construcción y la industria con 23 por ciento; mientras que las ventas y comercio representan casi 17 por ciento de la ocupación infantil. El resto se divide en otras actividades que no contemplan la explotación sexual comercial infantil.
En 2017, el Inegi informó que en México 3.2 millones de menores entre cinco y 17 años trabajan, lo que representa 11 por ciento de los 29 millones de niños y niñas que hay en el país con ese rango de edad.
Las cifras del Módulo de Trabajo Infantil (MTI) del Inegi también señalan que hasta 2017 los estados con las tasas más altas de trabajo infantil son: Nayarit, Zacatecas, Campeche, Tabasco, Colima, Guanajuato, Guerrero, Puebla, Oaxaca y Michoacán. En contraste, la Ciudad de México y Querétaro obtuvieron los rangos más bajos, de acuerdo con estas mediciones.
Lo que es permitido
En el trabajo infantil es importante hacer distinciones, primero existe el de tipo económico, que remunerado o no, implica una producción de bienes y servicios; y el trabajo doméstico que conlleva actividades de colaboración dentro del hogar que no son remuneradas.
Dentro de estos esquemas están las ocupaciones permitidas y las no permitidas, que son las que ponen en riesgo la salud del menor, afectan su desarrollo, o bien se llevan a cabo por debajo de la edad mínima permitida, según la Ley Federal del Trabajo (LFT) en sus artículos 175 y 176.
La propia Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en su artículo 123 prohíbe el trabajo por debajo de los 15 años, así como en labores insalubres o peligrosas, trabajos nocturnos y tiempo extraordinario, y establece una jornada máxima de seis horas diarias para los mayores de 15 años y menores de 16 años.
La Dirección General de Inspección Federal de la Secretaría del Trabajo reveló a la Agencia Informativa Conacyt (AIC), a través de la solicitud de información con folio 0001400045318, que de 2017 a junio de 2018, solo 16 entidades en el país contaban con información de trabajo infantil detectado por inspecciones a diferentes sectores comerciales. El total de niños trabajando en esos 16 estados fue 945, pero solo dentro del rango de edad permitida, es decir, de 15 a 17 años.
Paradójicamente, Tabasco, Colima, Guerrero y Oaxaca no cuentan con registro de inspecciones de trabajo infantil en sus sectores productivos, a pesar de ser parte de las 10 entidades con mayor índice de menores laborando, de acuerdo con el MTI.
La Dirección General de Inspección Federal informó también que los estados que sí detectaron trabajo infantil y tienen los números más altos de 2017 a junio de 2018 son: Chihuahua con 394 niños; Sonora con 193; Aguascalientes con 97 y Durango con 83.
En Puebla se ubicó un total de 13 menores, laborando en sectores como: matanza de ganado, ingenio azucarero, carpintería, restaurantes y venta de productos. Todos tenían entre 15 y 17 años.
Alberto e Isaac, por ejemplo, pertenecen al rango con edad permitida para laborar, aunque sus condiciones distan mucho de lo establecido por la ley. Los dos, uno de 15 y otro de 16 años, respectivamente, trabajan en la Central de Abastos de la Ciudad de Puebla.
Su jornada inicia a las siete de la mañana en una abastecedora de abarrotes, donde tienen que atender a clientes, surtiendo productos. Ellos están encargados de cargar las cajas de mercancía y llevarlas a los vehículos de los compradores, el peso que llegan a cargar puede ser mayor a los 50 kilos. No hay descanso, el trabajo es continuo hasta las 14 horas cuando tienen permitido ir a comer para regresar una hora después.
La salida es a las 18:00 horas, lo que implica una jornada de 10 horas. Su salario depende de la edad y el tipo de trabajo que desempeñan, pero en su caso puede variar de 800 a mil pesos semanales. No cuentan con prestaciones laborales.
“Soy de San Pablo del Monte y trabajo porque ya no quise estudiar, no me iba bien en la escuela y además tenía que ayudar en mi casa. Somos cinco hermanos y mis papás están de acuerdo con que trabaje”, responde Alberto a la Agencia Informativa Conacyt. Él reconoce que cargar cajas todo el día es muy pesado, pero asegura que ya está acostumbrado porque antes estuvo en un rastro y ahí también tenía que llevar varios kilos de producto.
Para Isaac, de 16 años, la historia es diferente. Él se emplea solo en vacaciones y el dinero que gana es para él. Su papá es empleado de la armadora alemana Volkswagen, instalada en Puebla.
“Yo solo estoy por temporada porque estudio la prepa. Yo sí quiero seguir en la escuela y cuando termine quiero entrar a la universidad, a una ingeniería. Mi papá me dio permiso de trabajar y todo el dinero que gano es para mí, pero sí, es muy pesado, salgo muy cansado y ya no hago nada más. Aquí hay muchos chavos que trabajan, casi la mitad son como nosotros o más chicos, hay de todas las edades, encuentras hasta de 13 años”, relata Isaac.
Trabajo infantil, el riesgo “no permitido”
El doctor Eduardo García Vásquez, académico e investigador de la Universidad Iberoamericana Puebla y coordinador de proyectos académicos del Instituto de Derechos Humanos Ignacio Ellacuría S.J. (IDHIE), indicó en entrevista para la Agencia que hay una serie de recomendaciones que se hicieron al Estado Mexicano sobre los derechos de los niños, niñas y adolescentes en el país. El doctor García Vásquez refirió que dentro del IDHIE lo que hace la academia es dar un seguimiento para ver cómo se ha progresado en términos del cumplimiento de estas obligaciones que tienen que ver con la reducción y erradicación del trabajo infantil.
Como parte del trabajo que realizan, también enfocan su atención en el trabajo infantil no permitido, que está relacionado con las actividades que exponen de manera particular la vida de los niños y adolescentes. Por ejemplo, el trabajo en las minas o actividades en las que se involucra a los menores en narcotráfico, narcomenudeo, robo y venta de hidrocarburo.
“Este problema cada vez cobra mayor relevancia, sobre todo en los municipios del llamado triángulo rojo en Puebla, el estado con mayor índice de robo de combustible. Palmar de Bravo, San Matías Tlalancaleca y Tepeaca se ubican como los municipios donde las actividades ilícitas involucran cada vez más a un mayor número de menores, asociados al llamado huachicol (robo y venta de combustible). Esto es un problema muy grave que hemos identificado y de acuerdo con reportes sabemos que los niños reciben un salario de entre 500 a dos mil pesos y esto habla de la gran necesidad y carencia económica en estos municipios que se vincula con otros factores que agravan el problema”.
Durante 2016, el gobierno del estado de Puebla informó de la aprehensión de tres menores de entre 16 y 17 años, detenidos en Tepeaca, en la población de San José Hueyapan, donde fueron sorprendidos en el robo de combustible.
Para marzo de 2017, también el gobierno del estado de Puebla denunció ante la Procuraduría General de la República (PGR), la explotación e incitación de 12 menores a la violencia, quienes fueron ocupados para realizar actividades de “halconeo” en el municipio de Palmar de Bravo a favor de bandas dedicadas al robo de combustible.
Los llamados “halconcitos” son niños y niñas que ocupan para vigilar y alertar a quienes roban hidrocarburo sobre la presencia de policías o federales en la zona. El mayor riesgo de este “trabajo” no permitido es que su promedio de vida se reduce considerablemente por el grado de peligrosidad de las actividades que realizan.
“Si nosotros hiciéramos un cruce entre la cantidad de niños poblanos que trabajan de acuerdo con cifras del MTI (poco más de 208 mil 400 en Puebla) y luego lo multiplicáramos por un salario mínimo, se reflejaría que los niños y niñas que trabajan aportan diariamente más de 18 millones de pesos a la economía del estado”.
Esta cantidad si se suma en un año, representa casi lo mismo que la Comisión de Patrimonio y Hacienda aprobó en términos de presupuesto de egresos para el municipio de Puebla a ejercer en 2018, es decir, son cifras muy importantes que además están siendo invisibilizadas porque este aporte sustancial de casi cinco mil millones anuales está sobre las espaldas de niños y niñas”.
En general, el MTI 2017 estima que de los 3.2 millones de niños que trabajan en México, al menos 2.1 millones se desempeñan en labores no permitidas, es decir, casi 70 por ciento del total estimado. Al respecto Nayarit, Zacatecas, Guerrero y Puebla tienen los índices más altos en trabajo infantil no permitido, en rangos de cinco a 17 años.
Fenómeno vinculado a la desigualdad y pobreza
A pesar de que por sus manos pasan miles de alimentos, nada se queda en su mesa. Pocas veces consumen los productos que cosechan diariamente, esos llegan a otras familias. Sus jornadas de trabajo son intensas y no se reflejan en la paga. Así es la vida de las familias jornaleras, y en el caso del trabajo infantil en este sector, también es considerado como no permitido por las extenuantes jornadas de trabajo, el contacto directo con agroquímicos y otras sustancias que ponen en riesgo el desarrollo del menor, falta de descanso, condiciones insalubres, mala alimentación y explotación laboral.
La mamá de Alex tiene 29 años y seis hijos, cuatro varones y dos niñas. Su primer hijo nació cuando apenas tenía 13 años. Ella trabaja como jornalera desde los siete años, no sabe leer ni escribir. Sus padres la llevaron a los campos de cultivo porque ellos también se dedicaron a lo mismo, igual que sus hermanos y prácticamente toda su familia. En su pueblo no hay trabajo, asegura.
Carmen ha recolectado en los campos agrícolas de Jalisco, León, Puebla, Chihuahua, Sonora, Michoacán, entre otros, aunque desde hace 10 años no viaja al norte del país porque asegura que ya no la dejan entrar a las fincas con los hijos.
“Mi niño está chiquito y no puedo, luego cuando los dejas y les quitas el pecho se enferman, les da diarrea, ya no comen y se mueren, por eso ya no voy. En Sonora está un poco mejor porque te dan para el traslado o te ponen camión y no se gasta tanto, pero no, ya no voy porque no dejo a mis hijos”.
En León, la jornada de Carmen iniciaba a las siete de la mañana y terminaba a las 15 horas, de lunes a sábado. El salario podía variar, pero en promedio un costal de 30 kilos se paga en 28 pesos, así que todo depende de cuánto se trabaje, a veces se pueden ganar 150, 200 o hasta 400 pesos por día como máximo, dependiendo de cuánto puedas recolectar.
Las familias jornaleras no tienen ningún tipo de prestación, mucho menos seguro médico. Sus manos tienen que ser rápidas en el campo para lograr dinero y comprar comida, pagar transporte y renta de cuartos, que la mayoría de las veces no cuentan con las condiciones mínimas. La ganancia es prácticamente nula y lo que se obtiene solo alcanza para comer.
“Ya lo denuncié. Fue a cobrar todo y cuando le dije que me diera dinero se puso a pelear y me pegó, por eso mejor sola. Lo que ganamos era para darles de comer a mis otros niños. Ellos no quisieron venir, sobre todo los más grandes (16, 14 y 13 años) porque siempre pelea con ellos, trabajan y trabajan y no les da nada. Se va a tomar y regresa borracho y sin comida, por eso no vinieron, se quedaron en el pueblo con los abuelos para ayudarlos en el campo”, relata Carmen González, quien pierde su mirada al pensar en lo que hará cuando regrese.
El trabajo infantil no solo va ligado a problemas de pobreza, también de violencia y discriminación, falta de oportunidades y deserción escolar. Para la doctora Valentina Glockner Fagetti, antropóloga adscrita al Observatorio de Investigación con las Infancias de El Colegio de Sonora, lo más importante es entender que el trabajo infantil es un fenómeno profundamente arraigado y vinculado a la desigualdad y a la pobreza económica en México.
En entrevista para la AIC, la doctora Valentina Glockner explica que aunque existen iniciativas a nivel federal que buscan revertir el trabajo infantil, como Oportunidades o el Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas (PAJA), por la forma en que están diseñados tienen pocas posibilidades de resolver las raíces profundas del fenómeno, es decir, la pobreza y la desigualdad.
“Otro ejemplo es el distintivo México sin Trabajo Infantil (MEXSTI), un reconocimiento que entrega el gobierno federal a las instituciones públicas, privadas, sociales y sindicales, así como a confederaciones de cámaras y asociaciones patronales que cuenten con procesos, políticas, programas y acciones que contribuyan a la prevención y erradicación del trabajo infantil. Esta iniciativa está especialmente dirigida a los empresarios, y aunque es bueno, no resuelve el problema de la pobreza y la desigualdad económica de la gente”.
Para la doctora Valentina Glockner, autora de libros como De la montaña a la frontera. Identidad, representaciones sociales y migración de los niños mixtecos de Guerrero, es importante distinguir los matices en el trabajo infantil y en el trabajo infantil jornalero, pues advierte que no son lo mismo.
“Los niños en sus comunidades rurales trabajan desde muy pequeños, pero es muy diferente su trabajo a la explotación laboral que sufren en los campos jornaleros. Porque en sus comunidades los niños tienen un papel propio y un lugar dentro de la familia. Son reconocidos como actores importantes, no solo porque ayudan a las tareas de los papás, sino porque son los herederos del saber campesino y de las tierras familiares”.
Para la doctora Valentina Glockner, en las comunidades indígenas y campesinas el trabajo infantil se diferencia completamente de la explotación infantil en tanto que este sucede en el contexto de prácticas familiares y comunitarias cotidianas, y su sentido último no es generar ganancias sino contribuir a actividades colectivas que benefician al grupo social o familiar.
En las comunidades de origen, el trabajo infantil, que tampoco debe ser romantizado ni naturalizado, debe entenderse como parte de procesos de socialización y participación más complejos y amplios. Pero todo esto resulta muy diferente cuando los niños se trasladan junto con sus familias a los campos jornaleros donde sus actividades laborales deben traducirse en ganancias monetarias.
“Es importante saber por qué las familias migran con los niños, y por qué los niños se incorporan tan fácilmente al trabajo de los adultos. Cuando vienes de un esquema campesino donde el niño no está separado del adulto, sino que se lo llevan a la milpa y le dan trabajos adecuados a su edad, el niño va aprendiendo junto con el adulto, pero si por la necesidad que tienen migran y se insertan en un esquema jornalero, donde les pagan a destajo y no hay distinción de quién es adulto y quién niño, quién necesita descansar y quién no, ahí se crea un mecanismo de explotación para los menores, pero por parte de las fincas y no necesariamente de los padres”.
Partiendo de sus estudios y trabajo de campo, la doctora Valentina Glockner refiere que los padres, quienes enfrentan condiciones muy precarias, se preocupan porque los niños sepan cómo trabajar, porque saben que no podrán estudiar más allá de la primaria o en el mejor de los casos la secundaria, el problema es que esa estrategia entra fácilmente en un contexto de explotación.
“El trabajo y la explotación infantil no es algo que lo padres provoquen, ellos no están ahí porque quieran. Hay madres jornaleras que trabajan embarazadas o con niños de pecho. Una mamá jornalera que hace eso necesita hijos que la ayuden para lavar la ropa y para cuidar a los hermanos más pequeños. Entonces la migración familiar es también una estrategia de sobrevivencia en un contexto laboral extremadamente explotador que requiere un esfuerzo físico muy grande y paga sueldos absolutamente miserables. Migrar con los niños no es una decisión cruel de padres ignorantes o atrasados, sino una estrategia de supervivencia, y es también una preocupación de ellos, que han tenido vidas durísimas, de que sus hijos aprendan a trabajar para que puedan sobrevivir”.
Educación precaria y deserción escolar
La deserción escolar representa una de las consecuencias del trabajo infantil que más permite perpetuar los esquemas de pobreza y marginación. Con una educación precaria, si es que la hay, las oportunidades se diluyen ante las necesidades que apremian todos los días.
Para el doctor Eduardo García, a la par del trabajo infantil se crea también una nueva “posibilidad” económica, sobre todo para la familia que ya de por sí tiene minada su situación por las condiciones de pobreza en que viven. Este factor, asegura el investigador, también debilita la permanencia de los menores en las escuelas.
La doctora Valentina Glockner, por su parte, advierte del enorme reto que implica insertar a hijos de padres jornaleros en un ambiente escolar, a través de programas y apoyos, los cuales muchas veces dependen de la voluntad que brinde el productor o dueño de la finca para que se operen dentro de su propiedad. Un problema, advierte, es la falta de continuidad.
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En un contexto en el que los niños tienen una educación muy precaria, les ofrecen apoyos como PAJA o desayunos escolares, el problema es que a veces no se instalan. Aunque los programas han mejorado, y se estima que el trabajo infantil ha disminuido, la educación para estas familias, si es que la tienen, sigue siendo muy precaria. Me ha tocado ver maestros muy mal capacitados, pero también otros talentosísimos que incluso ellos mismos pagan los insumos de las escuelas, pero las condiciones siempre son diferentes en las rutas que siguen las familias migrantes, en algunas regiones del norte por ejemplo, ya está prohibido ingresar a los campos jornaleros con menores, pero en otros lados no sucede lo mismo”, refiere la doctora.La maestra Monserrat Corona puede dar cuenta de las dificultades a las que se enfrentan los menores jornaleros. Ella es profesora de este sector y atiende a niños de tres a 15 años. Les imparte clases de primero de primaria dentro de un campamento, ubicado en el municipio de Mixquiahuala, Hidalgo, donde cada año en los meses de mayo a octubre llegan familias para trabajar en la cosecha de hortalizas.
La jornada de la profesora Monserrat inicia a las 16 horas y termina a las 20:00, de lunes a viernes. En el campamento atendieron este año a 70 niños de diferentes niveles de primaria y secundaria.
Para poder acceder a estos programas escolares, los padres tienen que inscribir a sus hijos y presentar documentos oficiales como el acta de nacimiento o el NIA (Número de Identificación del Alumno), lo que dificulta la inserción de los menores, porque muchos de ellos no cuentan con estos papeles.
En entrevista para la AIC, la maestra Monserrat Corona refiere que en la finca donde da clases hay aproximadamente 45 familias, todas con hijos menores de edad, quienes apoyan en las labores de la cosecha; una práctica que merma la permanencia escolar.
“El programa que seguimos es un componente de la SEP y nos basamos en los planes y programas establecidos, incluso por el nuevo modelo educativo. Pero sí, es poca la asistencia ya que ellos (niños) también trabajan y en la tarde están muy cansados. Su alimentación y el idioma también es un problema; pero los que sí vienen los evaluamos según sus avances, aunque es difícil porque faltan mucho. La verdad desconozco cuántos terminen. Yo entré hace poco y solo atiendo a los más pequeños, son 17 niños de primero de primaria, pero en general diría que en mi caso, solo la mitad avanza”.
Otra dificultad es que la instalación de estos espacios educativos dentro de las fincas jornaleras depende de los dueños de los campos agrícolas, ya que son ellos los que se comprometen o no a prestar y acondicionar espacios educativos para los menores de edad que acompañan a sus padres.
La doctora Valentina Glockner advierte, además, que el impacto real de Oportunidades o el Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas —que otorga becas de 400 a 650 pesos mensuales— es aún difícil de medir por las características migratorias de este sector y, aunque ofrecen resultados, todavía están lejos de resolver el problema del trabajo infantil.
“En mi experiencia etnográfica, que no se puede hablar que sea estadística, he observado que las familias que de todas formas van a migrar, no dejan de hacerlo porque tienen un beneficio con Oportunidades, porque el apoyo no les resuelve todas las necesidades, debido a sus profundas carencias educativas y de salud, y migrar como jornaleros es su única alternativa. A esto se añade el factor cultural, porque la mayoría de las familias no está dispuesta a dejar a sus niños”, añadió la doctora.
Acciones concretas y universidades
En León, Guanajuato, Alex y su hermanito Joel lograron ser captados por el programa Na'Valí, que en mixteco significa “lugar de niños y niñas”. Ahí, en medio del campo y con una carpa montada, un grupo de voluntarios y jóvenes universitarios se dan a la tarea de atender a los hijos de trabajadores jornaleros.
A temprana hora, Damaris Juárez Benito, coordinadora documental del proyecto Na'Valí, junto con su equipo, prepara el espacio donde estarán con los niños, desde bebés hasta menores de 14 años, porque los más grandes generalmente ayudan en la cosecha a sus padres. A los niños se les lavan las manos, se les entrega un desayuno y después se inician clases en el área de matemáticas y lectoescritura. Al terminar, los menores almuerzan y después realizan juegos y talleres adecuados a su edad y contexto. A las 15:00 horas se levanta todo y los niños son entregados a sus padres.
En estos espacios, verdaderos oasis en medio de grandes extensiones verdes donde no hay sombra ni atajo para cubrirse de los intensos rayos de sol, los niños son resguardados de forma gratuita gracias a un programa que incluye la participación activa de instituciones como la Universidad Iberoamericana, la Universidad de Guanajuato, el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), la Universidad Pedagógica Nacional (UPN) y la Universidad de La Salle Bajío.
Estas universidades y sus estudiantes se unieron al esfuerzo de Na'Valí, iniciativa que forma parte del trabajo que encabeza el Centro de Desarrollo Indígena Loyola, que actúa desde 1997 bajo tres líneas de acción a favor de comunidades indígenas y migración jornalera.
Damaris Juárez explicó en entrevista que la primera línea se enfoca en la denuncia, bajo la idea de visibilizar la situación vulnerable de este sector y la constante violación a sus derechos humanos, como una estrategia de concientización y exhorto.
La segunda trabaja la investigación en coordinación con al menos siete universidades de la región, pero en mayor medida con la academia de la Iberoamericana y la Universidad de Guanajuato.
La idea, asegura Damaris Juárez, es que la perspectiva científica de estos fenómenos sociales permita tender puentes de comunicación con las autoridades a través de un trabajo serio y bien documentado.
Por último, la tercera línea de acción se relaciona con la intervención directa en el campo a través de alfabetización y programas de alimentación y salud.
“Atendemos desde hace 13 años a la población migrante indígena denominada urbana, es decir, que vengan de Chiapas, Veracruz, Oaxaca y se queden a vivir en la ciudad de León. También como albergue tenemos 20 años trabajando y dotamos a las familias de un espacio para que se puedan incorporar a la ciudad, pero fue a partir de 2014 que decidimos intervenir directamente en los campos y con apoyo de universidades públicas y privadas y estudiantes lo hemos logrado. Nos organizamos todos los días para ir a ver a los niños y niñas jornaleros que están trabajando, generalmente a partir de los seis años ya laboran y también atendemos a los niños que están fuera de los campos y que cuidan a los hermanos más pequeños. Este año pudimos brindar apoyo a 380 niños”.
Son las nueve de la mañana y el autobús que llevará a Carmen y a sus hijos de regreso ya la espera. Alex se mueve rápido y se pierde entre la gente que busca guardar sus bultos y equipaje. Él sabe que llegará a su pueblo; sabe que verá de nuevo a sus hermanos, a sus abuelos y a un perro que a veces merodea su casa y al que considera su mascota porque a veces juega con él. Esa es su única certeza; su futuro es tan incierto, como lo es que algún día aprenda a leer y a escribir.
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